A principios de los años ochenta, un grupo de jóvenes le dio nueva vida a una biblioteca popular en Venado Tuerto, Santa Fé. Con desfachatez, abrieron las puertas del lugar, desempolvaron y pintaron de colores las estanterías y comenzaron a realizar actividades culturales. Eran bohemios, vivían en comunidad, tenían sus propias reglas, compartían la comida y hacían guardias nocturnas en la biblioteca; también crearon un equipo de fútbol y, entre libros y campeonatos, hicieron de la Ameghino un lugar emblemático en la ciudad.

Tenían pompones cosidos a las medias y los pantaloncitos eran cuadriculados. Así salían a la cancha. Eran poetas que jugaban al fútbol o quizá, deportistas con un don especial para las letras. No se ajustaban al estereotipo del intelectual que se recluye en la penumbra; tampoco a la imagen de un futbolista profesional. Con desfachatez, este grupo de jóvenes, de entre 15 y 23 años, conducía los destinos de una biblioteca popular comprometida con la comunidad y, como si fuera poco, también se aventuraba en las canchas. 

Se habían juntado bajo el techo de una biblioteca, pero lo que en realidad les interesaba era vivir libremente, celebrar, crear, construir, entrenar la mente y el cuerpo. Cada noche festejaban con un asado y, durante las veladas, compartían nuevas ideas y proyectos para que la institución que representaban se llenara de gente y vitalidad. Las ganas de jugar al fútbol nacieron en una de esas noches: “¿y si hacemos un equipo de fútbol y jugamos con el nombre de la biblioteca?”, se preguntaron. Enseguida llamaron a una consulta popular para elegir los colores de la camiseta. Como no tenían una cancha para presentarse como locales, fueron a un club de las afueras de Venado Tuerto que se había quedado sin plantel para competir profesionalmente.  “Queremos jugar de locales acá”, dijeron. Los aceptaron y se anotaron en una de las ligas regionales más exigentes del país, en la que décadas pasadas había brillado el gran jugador Bernabé Ferreyra.

Eran buenos jugadores. Sobre todo el capitán del equipo, Pablo Sevilla, que tenía la pinta de un Mario Kempes literato que se desempeñaba con igual destreza en el arte del gol y en el de la poesía. Les fue bien: en el primer torneo lograron un tercer puesto, luego obtuvieron dos títulos consecutivos que hoy figuran en el historial de la Liga Venadense de Fútbol. Fueron bicampeones 1987-1988, les faltó un torneo  para que les dieran para siempre la copa Challenger como se estilaba en ese momento.  Pero no les importó porque el campeonato más complicado que ganaron fue el de terminar con los prejuicios.

Al principio el ambiente del fútbol era áspero, el nombre de la biblioteca no era conocido en la liga y cuando los jugadores salían a la cancha los insultaban desde las tribunas por sus novedosas vestimentas. Si hasta el arquero jugaba con un frac con moñito pintado a mano. Luego, a fuerza de resultados y de magia, lograron convencer al público y gambetear los preconceptos. De a poco el equipo transformó las cosas: en el segundo torneo ya los recibían con canciones de Serrat o Silvio Rodríguez y se desplegaban banderas con versos y leyendas a favor de su hidalguía y buenas artes.

Lejos del ambiente futbolero, los jóvenes también recibían críticas por la forma de conducir a la biblioteca.  “Es un lugar de hippies y de vagos”, decían algunos vecinos del barrio, que incluso llegaron a denunciarlos. Así, una tarde, Hebe Clementi, una funcionaria del área de Cultura de aquellos años, llegó a Venado Tuerto con la misión de conocer a la “biblioteca enloquecida” que escandalizaba a los vecinos. Al final de la jornada, la funcionaria se había vuelto amiga de los jóvenes y hasta les había sugerido que se presentaran en un concurso para obtener fondos para la biblioteca. Ellos le hicieron caso y lo ganaron.

Los jóvenes se habían conocido en un movimiento de resistencia cultural en los estertores de la dictadura y, con la llegada de la democracia, se propusieron hacer “algo cultural”. Fue Marcelo Sevilla, hermano de uno de ellos, quien los incentivó a reconstruir la biblioteca popular Florentino Ameghino y a convertirla en un espacio donde la libertad de expresión fuera la única bandera.

Así volvieron a poner en marcha la biblioteca: abrieron de par en par sus puertas y desempolvaron y pintaron de colores las estanterías cargadas de libros que ya nadie consultaba. Reconstruyeron el lugar con sus propias manos -con dinero del  concurso que ganaron- y enseguida comenzaron a organizar actividades. El equipo de fútbol de “la biblio” fue la excusa perfecta para desarrollar una pequeña revolución simbólica en la ciudad y dejar una huella que devino en leyenda.

Soriano, Galeano, Benedetti y la Mona Jiménez

Hacían todo con el mismo desenfado: jugaban al ajedrez en la vereda mientras tomaban un vino, ganaban campeonatos de fútbol, recibían a escritores consagrados y también sumaban socios -lograron pasar de una treintena a un millar en poco tiempo-. Con la misma naturalidad contrataron a la Mona Jiménez para un festival de música popular y pagaron fortunas para jugar un partido desafío con el poderoso Newell´s de José Yudica. Nada les parecía inalcanzable. Se lo proponían y lo llevaban adelante con la misma frescura con la que se calzaban las medias con pompones y los pantaloncitos cuadriculados.

“Un día empezamos a hacer contactos en Buenos Aires para que vengan a la biblioteca y cada uno que venía se copaba y nos recomendaba a otro. Empezamos a traer charlas, charlas, charlas. Y todos gratis eh, solo le pagamos el pasaje. Hasta tal punto que se hacían tres o cuatro charlas por semana y de hecho decíamos ’esto al final es como una facultad, vienen a dar clases’”, cuenta Fabián Vernetti, uno de los integrantes de aquel grupo. Una tarde estacionó un Peugeot 504 en la puerta de la biblioteca. Bajó un señor de barba. “Si, ¿qué necesita?”,  le preguntaron los muchachos que estaban tomando unos mates. “Soy Osvaldo Soriano, me invitaron a dar una charla”, respondió el señor y se les unió en la mateada. El escritor llegó un viernes y se quedó hasta el lunes. El domingo acompañó a los muchachos a la cancha y los vio jugar desde el banco de suplentes. Así forjaron una amistad e iniciaron una época gloriosa y emblemática de la biblioteca: Soriano los vinculó con Eduardo Galeano y éste los relacionaría, a su vez, con Mario Benedetti. Ambos escritores visitaron la biblioteca y brindaron conferencias a sala llena.

En un comienzo, aquellas charlas se daban en el salón de lectura de la biblioteca pero el desborde de gente hizo que se trasladaran al salón Castalia, aquel que los muchachos habían levantado con sus propias manos. Por allí pasaron grandes intelectuales como Atilio Borón, Horacio González, Christian Ferrer, León Rozitchner, Thomas Abraham, Juan Carlos Portantiero, Horacio Verbitsky, Mario Wainfeld, Beatriz Sarlo, entre otros. Eso que parecía una actividad más, comenzó a transformarse en la experiencia que pondría a la Ameghino en el podio de las instituciones más innovadoras de la historia en materia de educación no formal en América Latina. Más adelante, ciclo abrió el camino para dar un paso más grande todavía: la creación de la Facultad libre.

La Facultad libre

A mediados de los ‘80 los muchachos de la Ameghino habían conocido a un profesor del colegio industrial del pueblo que se había separado recientemente y quería abrir su casa a la bohemia, a la letras y a los amigos. Enseguida los jóvenes comenzaron a frecuentar ese lugar, siempre acompañados de libros y buen vino. Entre tanta mística nació el “Club de las 30 botellas”. “Había 30 botellas de vino y tenía que haber siempre 30. Vos podías ir, tomar lo que quieras, ir a escribir, a leer...”, cuenta Fabián. A uno de esos encuentros literarios rodeados de poesía asistió el reconocido sociólogo Horacio González. Allí, entre copas y letras, surgió la idea de crear un espacio de conocimiento para todos, una Facultad libre. Fue el propio González quien se sentó frente a la máquina de escribir y comenzó a tipear los objetivos generales de la Facultad: posibilitar la preparación en el arte de vivir; lograr una auténtica preparación para el campo laboral; unir la filosofía, el arte, la ciencia y el conocimiento general a la vida para nutrirse y elevarse con ella; estimular las  potencialidades humanas a través de la invención, el aprendizaje, la reflexión, el juego, el amor y la amistad y recuperar la tradición por el bien como afirmación de la vida, entre otros.

De ahí en más, los jóvenes encararon la tarea titánica de crear nuevos vínculos con el saber, abriendo la posibilidad a todo un pueblo y ciudades aledañas de acceder a conferencias de alto nivel académico. El único requisito para ingresar era saber leer, escribir y tener diecisiete años cumplidos. Si bien había que pagar una cuota mensual, Fabián cuenta que quienes no podían pagarla igual asistían. Con materias como El arte de amar, El juego, Economía para no economistas, Filosofía, Psicoanálisis y Seminario de la alegría, la Facultad era todo un éxito y venían de las ciudades cercanas a cursar. Las materias se daban cada quince días y generalmente luego de las clases los profesores se quedaban a cenar ahí, en el buffet que funcionaba en la biblioteca y que estaba a cargo de uno de los muchachos fundadores del proyecto. Esta aventura duró cuatro años y fue el puntapié inicial de otras experiencias que se replicaron en Rosario y en Buenos Aires.

El proyecto que comenzó con un grupo de jóvenes entusiastas había crecido a pasos agigantados. Habían logrado construir un lugar desacartonado donde se podía acceder a la lectura y al conocimiento, también a lo lúdico, al arte, a la música. Estos bohemios, alumnos de un colegio industrial por error, amantes de las letras, del ajedrez, del amor, del fútbol y la amistad habían hecho de la Ameghino un lugar de referencia cultural al alcance de todo Venado Tuerto. Ni ellos mismos se imaginaron hasta dónde llegarían con este proyecto. Hoy todo el mundo dice haber pertenecido a esa etapa épica y bullanguera de la biblioteca e hincha el pecho con orgullo.